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viernes, 16 de noviembre de 2012

De la democracia ateniense a la mediocridad del sorteo en la UACM


Si rastreamos dentro de la historia de la democracia, encontraremos que los textos clásicos referentes a la antigua Grecia mencionan que un método de elección, entre todos los existentes, poseía las características más cercanas y perfectas para la democracia: el sorteo. Como un método que proporciona igual probabilidad a los individuos de ser seleccionados, el sorteo se presenta como una opción incapaz de discriminar. Sin embargo, a pesar de ser el método de elección, por definición, más democrático, es interesante como su existencia ha desaparecido virtualmente en todos los aspectos fundamentales de las democracias representativas contemporáneas.

En su libro "Los principios del gobierno representativo", Bernard Manin hace un sugerente recorrido por la historia romana y las repúblicas italianas, así como por autores como Harrington, Montesquieu, Rousseau y los federalistas, para mostrar cómo, al final, prevaleció la idea de que se necesitaba un componente aristocrático para la composición del gobierno, y que la mejor forma de darle esa virtud aristocrática era mediante la elección.

El uso del sorteo en la política fue desechado debido a que en realidad la democracia moderna no requiere que todos los ciudadanos por igual tengan probabilidad de gobernar, sino que los gobernantes tienen que gobernar sólo con el consentimiento de los gobernados. Además, era necesario rechazar al método más democrático debido a que la democracia, en sentido puro, no era adecuada para nosotros. Como menciona Rousseau: "Si hubiera un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente". 

Ahora bien, cuando se trata de educación, ¿deberíamos regirnos por los estándares democráticos? La respuesta intuitiva de todos es que sí. Todos deberíamos tener igual posibilidad de acceder a la educación, sin restricción alguna. Nadie debería quedar fuera del sistema educativo. Bajo esta premisa hemos construido sistemas de cobertura universales en los que se trata de proporcionar a todos un piso mínimo de oportunidades que llega, al menos en la letra, hasta la educación preparatoria. Hasta aquí todo bien. El problema aparece cuando se requiere el salto a la universidad, en la que los lugares, por diversas circunstancias, son limitados. Dos visiones se enfrentan: por un lado, los argumentos democráticos que dicen que todos deberían poder acceder por igual a la universidad; por el otro, la visión que demanda una meritocracia en la asignación. 

¿A quién pertenecen esos lugares? 

Cada año vemos movimientos de estudiantes rechazados de escuelas como la UNAM o el IPN que, con el simple argumento de merecer educación, desean ser aceptados, sin más, al igual que aquellos que superaron un proceso de selección. Como hay que permanecer democráticos, sistemas como el de la UACM han decidido que eso es una pretensión elitista que merece ser resuelta con democracia pura, es decir, sorteando los lugares.

La educación es un bien al que todos tenemos derecho, pero cuando hemos sido beneficiados con un paquete mínimo y no podemos superar una simple prueba estandarizada para avanzar al siguiente paso, ¿seguimos mereciendo ese derecho? Decir que sí es simplemente idolatrar a la mediocridad y que no importan los resultados que se obtengan, siempre tendrás un lugar bajo el erario público. Si supusiéramos que no hay escasez de lugares en la universidad y que todos pueden entrar, ¿seguiríamos idolatrando al fracaso dando lugares a quienes no pueden pasar un examen? 

Me parece que tenemos una visión sesgada en la que creemos que avanzamos todos o no avanza nadie; y mientras nosotros nos peleamos en una cubeta de cangrejos, todo el mundo nos rebasa cuando se promueven programas para apoyo a talentos, inversión en investigación de punta o desarrollo de sistemas educativos que permiten que sus estudiantes superen un simple examen de lectura y escritura.

Es necesario replantearnos un sistema que combine ambas perspectivas, una visión democrática igualitaria en la que no haya justificación alguna para negar un piso mínimo educativo; pero que reconozca que debe haber un punto en que la evaluación debe hacerse y quiénes no le dieron el uso que deberían, no pueden seguir siendo partícipes del beneficio. Caso contrario, promovemos conductas mediocres que se reproducen en círculos viciosos hacia el infinito.

Evidentemente el caso mexicano presenta muchas complicaciones dada nuestra situación de desigualdad, pobreza, sindicalismo charro y demás características de nuestra pobre patria. Decir que hay que negar espacios educativos puede sonar profundamente desconectado de la realidad, pero me parece que bajo esas justificaciones nos impedimos ver los modelos de conductas de mediocridad recompensada que seguimos promoviendo.

Caso aparte es cuando se trata de personas cuyo contexto no pueden hacer que comparemos con el mismo estándar: el campo y la ciudad; pero cuando los que reclaman y a los que se les premia por la mediocridad son jóvenes de clase media de la ciudad, no hay una justificación válida para recompensar su mediocridad.

Me parece que la consecuencia se hace evidente con un simple vistazo a la UACM, dar recompensas sin probar su merecimiento ha desembocado en un sistema mediocre con resultados sumamente cuestionables, en los que más de una década de existencia no ha logrado más que unas decenas de egresados a un costo por año que en 2012 rondó los 855 millones de pesos.

Entonces tal vez lo que necesitemos en el ámbito educativo no sea solamente democracia.